¿Por qué nos empeñamos en alimentar nuestras culpas? ¿Por qué suelen regresar una y otra vez, esas voces que nos recuerdan los errores cometidos? ¿Cuál es la finalidad por la que nos hacemos pagar, infinitas veces si es posible, eso que nos señalaron que hicimos mal? ¿Cuándo entrenamos a la conciencia para que nos odiara tanto?
La voz que nos recrimina, la que nos refresca la memoria de lo que queremos sepultar, la que busca sin pausa en los rincones oscuros. Esa voz, no nos hace mejores ni honestos. No nos convierte en ejemplo ni confiables.
A esa voz, que con su peso, puede transformar lo bueno en grotesco, lo placentero en sórdido. A la voz que nunca se calla. Que grita que las cosas son banales, que el amor sin sacrificio no es amor, que el camino sin piedras no es camino, que lo fácil no da nobleza, que la vida sin sufrimiento no es vida. A ella, no sé porqué motivo, alguna vez le creí.