He salido a recorrer el campo como de costumbre. Ñacuñán es mi segundo hogar.
Entre las hirientes cortaderas y el suelo arenoso, torpemente se abre paso Pedro tratando de que yo no caiga. Es nuestro momento juntos, después su intuición equina, le dirá que debo dejarlo para volver a la ciudad. Así nos conectámos, yo con su instinto más puro y él con mi lado animal.
Pero hoy especialmente, se siente un aroma diferente en el aire y respiro profundo para adivinarlo. Eso es lo maravilloso que tiene el campo, que me da a probar desinteresadamente los diferentes olores y colores de su tierra árida, tan simple pero llena de virtudes.
La llanura clara dibuja un horizonte diáfano.El mismo a lo lejos, muestra la estampa de las sombras creadas por algarrobos y chañares. ¿Habrá tormenta?
Una sóla gota tiene el poder de transformar lo gris en vida y mi campo hoy está sediento. Lo sé porque él con sus diferentes perfiles, me lo cuenta todo. Cuando es invadido por rústicos plumeritos, nevando su piel de pelusa blanca; cuando sus alambrados de chañar son ocupados por chingolos copetudos; cuando la suave llanura se tiñe de los naranjas y dorados de cada atardecer.
Comienza a soplar un viento fresco y suave desde el sur y eso me confirma que hoy Ñacuñán volverá a nacer en verdes y será feliz.
Cuando nos comenzamos a apagar bajo las nubes oscuras, Pedro sin esperar una orden, sabe que debe emprender el camino de regreso. Éste no será nuestro último paseo, pero la cabeza gacha me demuestra su tristeza.