Partían hacia el campo, como solían hacer todos los veranos. El Chevrolet verde cargado de valijas vetustas, aunque bastante destartalado, soportaba los calores del asfalto, entre San Juan y Mendoza.
Nélida, sentada adelante, iba seria y callada como siempre. Juan, al volante, felíz de regresar a sus viñedos. Felíz de regresar con su nieta preferida. ¡Cuántos días juntos nos esperan! Se decía a sí mismo, y en voz alta. ¡Casi todo el verano!
De vez en cuando, las paradas ayudaban a estirar las piernas. Otras, paradas de rigor, completaban el pesado equipaje con un par de sandías enormes y perfumadas, compradas a algún puestero de la ruta.
María, sentada atrás con su muñeca parlanchina, no perdía detalle del aburrido viaje, entre pastos secos y alguno que otro Aguaribay.
Nunca pudo entender, el secreto del agua en la calle. Esos espejismos que al pasar, desaparecían como por arte de magia.La casa comenzaba a distinguirse entre los salitrales y demás ranchos. María se emocionaba. Allí, habían quedado parte de sus juguetes, libros y recuerdos. Sus amigas del campo, la esperaban también.
Sabía que a la mañana temprano, podría recorrer, tomada de la mano de Juan, las largas y húmedas hileras de parrales. Que luego de una siesta calurosa, bajo un tul mosquitero, saldrían a visitar a los vecinos. Que seguramente a la noche, les harían un asado de bienvenida.
Todo el pueblo sabía, que Juan era feliz en el campo junto a su nieta. Y lo celebraban. Claro, puesto que la mitad de los habitantes, trabajaban para él.
Nélida, ocupada en cuidarlos de las insolaciones y picaduras de insectos, era ignorada. Atareada cada noche, cambiando las bombillas de malla de cada lámpara a gas, era la aburrida de los tres.
Entre las historias del abuelo, sobre tigres y facones, asomaba Nélida su cara huesuda, llamándolos a comer, ajena a toda la diversión. Siempre ajena a sus salidas, conversaciones y mimos.
Pasaron quince años y Juan murió, como también murieron sus viñedos. El pueblo lo lloró durante años y no volvió a ser el mismo de antes. Creen que Nélida, no lo sufrió tanto.
María, no regresó jamás. Olvidó sus cosas, sus amigas, sus libros y su memoria. Nada tenía de interesante ése pueblo perdido y salitroso, sin su abuelo.
Nélida volvió a su provincia natal, cargando una sola valija. Remedios, un par de fotos, sus agujas de tejer y cartas. Las cartas de María para Juan. Cartas que nunca había leído, porque no iban dirigidas a ella.
Ahora le pertenecían, como le pertenecían también las historias inventadas y los viñedos secos.
Pero sólo necesitaba probar, un poco del amor de María. Ése amor, visto siempre a la distancia, tan añorado y envidiado.
El día que supo con certeza, que también le pertenecía, se desprendió de todos sus rencores y murió felíz.
Ahora le pertenecían, como le pertenecían también las historias inventadas y los viñedos secos.
Pero sólo necesitaba probar, un poco del amor de María. Ése amor, visto siempre a la distancia, tan añorado y envidiado.
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